viernes, 25 de enero de 2008

Soledad



Ha sido un día duro en el trabajo, demasiado papeleo, demasiadas llamadas telefónicas, y ni siquiera diez minutos de descanso para saborear un triste café de máquina. Pero ahora toca bajar la bandera de su taxi profesional y subir la bandera de su taxi personal.

Entra al pub y se sienta en uno de los sofás que acolchan aquel trozo de pared verde. Desde allí puede controlar casi todo el espacio del pub, y lo que es más importante, puede ser vista, pero sin exhibirse demasiado.

Un camarero de sonrisa esculpida para la ocasión se acerca a tomarle nota, y unos minutos más tarde le trae su consumición.

Andrea empieza a impacientarse; puede que su vida profesional sea una mierda, pero no va a dejar que su vida personal sea aún peor. No esa noche.

Es consciente de lo poco que le queda para la treintena, pero también es consciente de que aún puede deslumbrar, y por eso se preparado para el ritual: maquillaje sutil, pero que realce sus facciones, un peinado natural, perfume sólo perceptible en las distancias cortas y ropa cómoda pero con clase. Quiere parecer segura de sí misma para creérselo ella misma, y esa va a ser su noche.

Poco a poco el pub empieza a llenarse, y cuando menos lo espera, siente unos ojos clavados en ella, y al levantar la vista puede verlos perfectamente. Son unos ojos grandes, castaños. Parecen transparentes, pero están demasiado lejos como para poder comprobarlo.

"Sí, es perfecto", piensa ella, decidida a jugar al juego de las miradas. Baja su mano hasta el vaso de Baylis, pero justo antes de llevárselo a la boca se da cuenta de lo vacío que está el vaso. Tan vacío como su vida. Antes de que quiera darse cuenta, aquellos ojos que la miraban, la invitan a otra copa, la excusa perfecta para iniciar una conversación y seguir jugando a las miradas.

Las horas pasan, las canciones del pub se repiten y aquellos ojos se tienen que ir ya, le esperan en casa.

"No pasa nada" -se consuela Andrea mientras se dispone a salir del local- "mañana será otra noche"

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